Luciérnagas y otras luminiscencias

La candorosa combinación de Pepe Deapié y la respuesta tan amable de los comentarios me hace cambiar, mejor posponer, la entrada que tenía preparada y demostrar que también soy persona romántica -alguna seguidora declaraba no verme es ese rol hace poco- y que sé admirar la belleza allá donde se prodigue -más allá incluso de las señoras quiero decir-. Por ejemplo la naturaleza.
La naturaleza es fuente inagotable de sensaciones, de formas, colores, instantes que penetran profundamente tras su contemplación
De la bóveda de una gruta de Nueva Zelanda cuelgan millares de estalactitas de luz que parpadean verticalmente como un bosque de árboles de Navidad. En algunas bahías del Caribe el que se baña de noche o hunde la mano sobre la borda de una barca ve un resplandor líquido que no es el reflejo de la luna ni de ninguna otra luz exterior, sino la irradiación de organismos unicelulares de plancton. En los bosques de Indonesia hay árboles en los que los chispazos de luz verdosa se repiten en todas las ramas y en casi todas las hojas, apagándose y encendiéndose a un ritmo variable, millares de luciérnagas macho. En la noches lentas y cálidas del principio del verano, en el parque de grandes robles y arces y praderas jugosas a la orilla del Hudson, las luciérnagas trazan en el aire, en las zonas de penumbre más allá de las farolas, rápidos garabatos verdes, y la hierba se llena de puntos luminosos. Criaturas marinas microscópicas captan la luz solar y la emiten de noche, corales submarinos resplandecen como grandes retablos barrocos.
Para maravillarse. Y, después de esto, ¿me queréis decir que no tengo sensibilidad?