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Oculta entre el denso follaje de la selva de la bahía de Bengala, vive una población única de tigres. A diferencia de sus congéneres del resto del mundo, que evitan a los humanos, estos animales se alimentan de personas, cientos cada año. Hay pueblos en los que no existe una sola mujer que no haya perdido a su marido, su hermano o su hijo devorado por un tigre. Sin embargo, allí el tigre es una figura de adoración: todos respetan a Daksin Ray, el dios tigre, y consideran a estos animales seres sagrados y mágicos.
Y los tigres, según cuentan todos, se materializan tras una brizna de hierba, hacen encoger los cuerpos humanos y se elevan desde aguas profundas para aparecer en la cubierta de un barco. De repente, pisando suelos que lo engullen todo y recorriendo junglas donde cada cosa es a la vez otra, recordamos que, bajo toda nuestra cultura y toda nuestra ropa, en nuestros sueños más oscuros, los monstruos depredadores siguen dándonos caza por la noche. Al desgarrar nuestro cuerpo con sus dientes, el tigre expone una verdad que los occidentales intentamos olvidar a toda costa: que todos, ciervo y jabalí, serpiente y pez, astronauta y mendigo, estamos hechos de carne. Así vislumbramos un entendimiento más sabio y antiguo sobre nosotros mismos.