Nos cuenta Louis Huart: “Hay por ahí infelices que
por un buen puñado de motivos diferentes se ven privados de disfrutar de ese
placer que podríamos catalogar, sin miedo a equivocarnos, como propio de dioses
(...)
Para un flâneur, cualquier lugar tiene su
gracia. Sin embargo, no debemos pensar que van guiados por el azar, sin
elección, sin preferencia. Se trata, muy al contrario, de un hombre de
bastante buen gusto y cabeza para hacerlo”.
Walter Benjamín,
filósofo, dicen, muy de arquitectos -esto nos lo confirmará Francesc Cornadó-
elevó a la categoría de figura importante para estudiosos, artistas y
literatos, al flâneur, personaje
indolente, explorador urbano, en el que
el vagar sin rumbo es la materialización de la libertad. La libertad, la
ligereza, la ciudad. En mi opinión siempre con un punto hedonista.
Esta ética flâneur
la ilustran, por ejemplo, en sus obras dos grandes autores, Leon-Paul Fargue en
“El peatón de Paris” y Franz Hessel, con “Paseos por Berlín”.
A veces me considero, con pedantería, un flâneur de ciudad modesta, lejos del
origen parisino del término y que lo asocia con las grandes ciudades, pero lo
hago porque conservo alguna de sus cualidades: estar totalmente desocupado,
pasear sin prisas, sin destino u objetivo, silencioso, con la disponibilidad de
la atención, como afirmó Baudelaire, su primer teórico. Acaso me siento en una
terraza y dibujo transeúntes que he visto y tomado una instantánea, ahora tan
fácil con el móvil, o apunto alguna idea sugerida en el paseo, entro en algún museo
o visito únicamente la sala de la exposición del momento, sin intención alguna,
solo disfrutar de lo que veo y sentirlo. Sin prisas, sin horario. Sin
comunicarme verbalmente con nadie. Y, por supuesto, con mucho más humor que
solemnidad, muy lejos del andarín que cuenta los kilómetros realizados o del
turismo, Benjamín deja bien claro que la flânerie
es incompatible con el turismo, pues requiere calma, detenimiento y, sobre
todo, repetición, frecuentación, insistencia para ir más allá de las cosas que
llaman la atención a primera vista. Y siempre, siempre, dentro de la ciudad. El
campo y sus habitantes, sobre todo los no humanos, me dan alergia. Como Coelho.