El dilema de 'El bebé o el perro'
Vozpópuli publica en exclusiva un capítulo de ‘Filosofía andante’, de David Cerdá
Hay un clásico dilema moral que suele
exponerse en estos términos:
Un edificio arde en llamas y tu perro
está dentro. Entras para salvarlo y descubres al bebé de tus nuevos vecinos, a
quien aún no conoces. El inminente derrumbe del edificio hace que solo puedas
salvar a uno. ¿Salvas al bebé o al perro, y bajo qué premisas morales?
Tal vez le sorprenda saber, querido
lector, que en las últimas ocasiones en que el dilema se ha planteado en las
redes sociales la elección ha terminado muy reñida, rozando el empate. Sabemos
que responder en la frialdad de una pantalla a una cuestión como esta no es
igual que decidir en una situación viva, y que Twitter y las demás plataformas
no son un espejo perfecto de la sociedad, pues además hay mucho guasón que se
pronuncia sin otro fin que meter el palo en candela. Pero ciertamente se leen
cientos de justificaciones de la elección del perro, y lo mismo se escucha en
el "mundo real", ya que estamos. De modo que esas elecciones y
justificaciones no son para tomarlas a broma, e importa aclarar por qué
es objetivamente inmoral decantarse por el perro. Especialmente en un país,
el nuestro, donde ya hay unos 30 millones de mascotas, unas cinco veces más que
niños menores de catorce años.
Lo primero que hay que explicar —porque
hay que explicarlo todo— es qué es la moral o la ética: la reflexión y las
propuestas en torno a la vida buena. La calidad, en términos morales, de una
decisión, se mide contra ese fondo, la cuestión de qué es justo y bueno. Así
pues, cuando se tratan cuestiones morales, se está ya en un terreno
exclusivamente humano, porque solo nosotros nos preguntamos qué está bien y qué
está mal, y si la vida merece la pena. Los animales no se hacen esa
clase de preguntas: viven y se reproducen (saben del sexo, pero no de la
sexualidad, para entendernos), y en su mundo no hay "razones" ni
"principios" (eso se pedía en el dilema), sino solo
"causas" y "consecuencias". Por supuesto, los perros
tienen deseos, afectos y preferencias, pero el cerebro no les alcanza para casi
ninguna de nuestras sofisticadas sutilezas, como la libertad o la
responsabilidad, la democracia o el arte.
Lo segundo que hay que entender es que
la base de la ética es triple: la dignidad, el altruismo y la conciencia. La
piedra basal de toda reflexión moral es que el ser humano tiene una conciencia
que le hace preguntarse qué es justo y bueno, que todos los seres humanos
compartimos una dignidad inviolable y que solo somos plenamente humanos cuando
salimos de nosotros mismos. La dignidad es el lujo que se concede la
especie humana de elevar un ideal humanitario a ley moral, un principio que se
impone a la natural ley del más fuerte. Los perros ya no conviven con los
suyos: los hemos domesticado hasta convertirlos en seres casi asociales
respecto a los de su misma especie. Pero si viésemos a unos perros de nuevo
salvajes —es decir, no sometidos a nosotros, perros que ya no estuviesen bajo
nuestra responsabilidad— veríamos cómo abandonan al individuo de su especie que
no puede valerse por sí mismo. Solo nosotros salvamos a los seres
"evolutivamente inviables". Los perros no tienen dignidad, y tampoco
más derechos que los que nosotros les otorgamos, porque los derechos, la
dignidad y la moral son inventos humanos. En cuanto al altruismo, quien elige a
su perro en vez de a un bebé escoge en función de lo que le conviene, y no de
la pérdida objetiva que se produce, mucho mayor en sus vecinos y padres de la
criatura que en el perro. Para un ser humano en sus cabales, perder un hijo
jamás será como perder una mascota (del francés mascotte, "amuleto");
basta preguntar a quien haya tenido que pasar por ambos trances.
Los perros sienten afecto por sus amos, pero no los
aman, porque el amor es un acto que implica libertad
Se entiende que a un perro la dignidad
le queda grande cuando se analizan estas cuatro experiencias: pensar, sentir,
sufrir y amar. Claro que los perros —y más los delfines— piensan, sienten,
sufren y aman. Pero lo hacen a un nivel tan dispar respecto a nosotros que
necesitaríamos cuatro verbos distintos para reflejar lo que ocurre en el
cerebro de un perro o un delfín cuando piensa, siente, sufre o ama. Como
sabe cualquiera que conozca lo esencial sobre zoología, cognición y cerebro,
"mi perro piensa" es una frase ridícula al lado de "Manolo
piensa", incluso si resulta que Manolo es un memo. Y lo mismo cabe
decir del sentimiento, que en nosotros tiene una complejidad y alcance muy
diferentes a los de un perro, que se queda más bien en el ámbito más básico de
las emociones. Los perros sienten afecto por sus amos (y además mucho; pueden
llegar a ser admirables), pero no los aman, porque el amor es un acto que
implica libertad y no se puede amar a quien es tu dueño. Es bien extraño que
haya quienes defiendan la ausencia de cualquier dominación en la pareja y hasta
el «amor libre» al tiempo que afirman que las mascotas «aman».
Perros
y 'familismo amoral'
Casi todos los perros que pierden a sus
crías, tras una tristeza transitoria, siguen sin más adelante; para muchas
personas es una quiebra descomunal en sus vidas. Sentimos más, sentimos
diferente. Y es que sufrir y amar son experiencias que cambian diametralmente
cuando eres responsable y mortal, esto es, cuando decides y tienes conciencia
de la muerte, y por lo tanto del futuro que pierdes cuando desapareces. Los
animales no deciden, aplican programas instintivos, ni escogen fines para sus
vidas. El ser humano sí los escoge, sí decide, y es por ello el único ser que
se suicida. Los animales solo llegan a sacrificarse, que es muy distinto; no se
preguntan si vivir trae a cuenta, y así pues no existen, sino que sencillamente
viven. El perro que da la vida por su amo realiza un acto encomiable,
pero incomparable con el de un ser humano que da la vida por otro. Y por
eso los animales no son responsables ni culpables de nada, no se les pueden
imputar delitos, y, en fin, son amorales.
Naturalmente, hay personas que merecen
vivir menos que los animales. Pero ese debate es otro, diferente al que afecta
al inocente bebé y nuestro perro. Tampoco es esa la cuestión que se le plantea
a quien tiene un deber de socorro a un desconocido; ¿o acaso no habría que
lanzarse a un río a salvar a quien se ahoga hasta tener su currículo y saber si
se lo ha ganado? También importa saber, porque por ahí se perdieron muchos, que
la decisión moral no es "racional" en vez de afectiva, sino
justamente sentimental: en esencia, las personas con buen juicio moral han
desarrollado determinados sentimientos morales, como la compasión o la
vergüenza, y actúan en consecuencia. No es que quien elija salvar a su
perro "se guíe por el corazón frente a la cabeza", sino que es
alguien con el corazón ineducado en términos morales. Salvar al perro
o al bebé se decide en segundos; precisamente por eso en situaciones críticas
la moral es un resorte, y depende de haber desarrollado los automatismos
adecuados. Tiene el corazón más grande, precisamente, quien con dolor renuncia
a su perro y hace lo que debe.
Es muy difícil convivir con gente que no reconoce otra
guía que la de sus propiedades y afectos
Hay una ley que penaliza la omisión de
socorro; pero la cuestión legal difiere de la ética. Con todo, si hemos
legislado aproximadamente el supuesto, tal vez se deba a que nos pareció buena
idea poner a los seres humanos por delante de los perros porque contribuye a la
convivencia, es decir, a la vida buena en la polis. Esa prelación humano-animal
que inspira a la ley sería así pues ética respecto a la polis (un principio
político). Lo cual hace un poco más confuso que haya quien considere a su perro,
sin el "como" inicial metafórico, "un miembro de la
familia". El politólogo Edward C. Banfield lo ha llamado
"familismo amoral". ¿Familiares que se compran y se venden y se
castran y se amarran con una correa? Eso parece: muchos justificaron elegir al
perro en esos términos —"elijo al miembro de mi familia por delante de un
extraño"—, sin saber, aparentemente, que al soslayar ese salto de dignidad
que existe entre el humano y el animal se estarían comportando inmoralmente,
vulnerando un principio de conciencia y otro de convivencia —uno ético y otro
político—, principios que en casos así nos obligan por encima de nuestros
afectos.
Esa forma de inmoralidad llamada
emotivismo moral está más fuerte que nunca. Junto al relativismo, es una de las
larvas que están royendo moralmente por dentro nuestras sociedades,
comprometiendo la convivencia. Max Stirner, ideólogo del egoísmo, cierra la
introducción a El único y su propiedad con esta sentencia:
"No admito nada por encima de mí". Es muy difícil
convivir con gente que no reconoce otra guía que la de sus propiedades y
afectos. Tanto en Grecia como en Roma —y después en Virginia y París—,
la democracia nació sobre bases enteramente distintas y específicamente
morales: el reconocimiento de que hay principios universales que nos obligan
por encima de nuestras inclinaciones e intereses personales. Si el criterio
único de actuación fuese el afecto, ¿por qué iba nadie a hacer nada por un
desconocido, asumiendo inconvenientes o riesgos, puesto que no hay afecto más
fuerte que el que se siente por uno mismo?
Toda sociedad tiene el deber de educar a
sus miembros, además de para realizar un oficio de provecho, para que puedan
tomar buenas decisiones. Uno de los aspectos cruciales de nuestro ámbito de
decisión es el ético, actuar con justicia. Algo tenemos que estar haciendo mal
para que hoy haya tantos relativistas y emotivistas (in)morales. En este campo,
dar por sabidas las cosas tiene el mismo efecto que en otros:
retrocedemos. El conocimiento ético, como el de cualquier otra clase,
avanza; y aunque muchos crean que es "sentido común", ya hemos dicho
hasta qué punto este es un sentido grosero. Hasta hace un cuarto de hora, como
quien dice, nos pareció "de sentido común" que la gente con la tez
oscura pudiese ser esclavizada, que la religión se impusiese y que fuera
inmoral que cada cual decidiese con quién podía acostarse. Y he oído que
aún hoy hay muchos sitios donde la lapidación por adulterio o la ablación se
consideran actos de justicia. A la vista está que para desarrollar un robusto
juicio moral hay que estudiar, pensar y debatir en un marco juicioso previo al
guirigay de las redes. O devolvemos la ética a las aulas o la proliferación de
emotivistas y relativistas arruinará nuestra convivencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario