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viernes, 3 de marzo de 2023

El dilema de "El bebé o el perro". Lectura obligada para los animalistas.

 

El dilema de 'El bebé o el perro'

Vozpópuli publica en exclusiva un capítulo de ‘Filosofía andante’, de David Cerdá



Hay un clásico dilema moral que suele exponerse en estos términos:

Un edificio arde en llamas y tu perro está dentro. Entras para salvarlo y descubres al bebé de tus nuevos vecinos, a quien aún no conoces. El inminente derrumbe del edificio hace que solo puedas salvar a uno. ¿Salvas al bebé o al perro, y bajo qué premisas morales?

Tal vez le sorprenda saber, querido lector, que en las últimas ocasiones en que el dilema se ha planteado en las redes sociales la elección ha terminado muy reñida, rozando el empate. Sabemos que responder en la frialdad de una pantalla a una cuestión como esta no es igual que decidir en una situación viva, y que Twitter y las demás plataformas no son un espejo perfecto de la sociedad, pues además hay mucho guasón que se pronuncia sin otro fin que meter el palo en candela. Pero ciertamente se leen cientos de justificaciones de la elección del perro, y lo mismo se escucha en el "mundo real", ya que estamos. De modo que esas elecciones y justificaciones no son para tomarlas a broma, e importa aclarar por qué es objetivamente inmoral decantarse por el perro. Especialmente en un país, el nuestro, donde ya hay unos 30 millones de mascotas, unas cinco veces más que niños menores de catorce años.

Lo primero que hay que explicar —porque hay que explicarlo todo— es qué es la moral o la ética: la reflexión y las propuestas en torno a la vida buena. La calidad, en términos morales, de una decisión, se mide contra ese fondo, la cuestión de qué es justo y bueno. Así pues, cuando se tratan cuestiones morales, se está ya en un terreno exclusivamente humano, porque solo nosotros nos preguntamos qué está bien y qué está mal, y si la vida merece la pena. Los animales no se hacen esa clase de preguntas: viven y se reproducen (saben del sexo, pero no de la sexualidad, para entendernos), y en su mundo no hay "razones" ni "principios" (eso se pedía en el dilema), sino solo "causas" y "consecuencias". Por supuesto, los perros tienen deseos, afectos y preferencias, pero el cerebro no les alcanza para casi ninguna de nuestras sofisticadas sutilezas, como la libertad o la responsabilidad, la democracia o el arte.

Lo segundo que hay que entender es que la base de la ética es triple: la dignidad, el altruismo y la conciencia. La piedra basal de toda reflexión moral es que el ser humano tiene una conciencia que le hace preguntarse qué es justo y bueno, que todos los seres humanos compartimos una dignidad inviolable y que solo somos plenamente humanos cuando salimos de nosotros mismos. La dignidad es el lujo que se concede la especie humana de elevar un ideal humanitario a ley moral, un principio que se impone a la natural ley del más fuerte. Los perros ya no conviven con los suyos: los hemos domesticado hasta convertirlos en seres casi asociales respecto a los de su misma especie. Pero si viésemos a unos perros de nuevo salvajes —es decir, no sometidos a nosotros, perros que ya no estuviesen bajo nuestra responsabilidad— veríamos cómo abandonan al individuo de su especie que no puede valerse por sí mismo. Solo nosotros salvamos a los seres "evolutivamente inviables". Los perros no tienen dignidad, y tampoco más derechos que los que nosotros les otorgamos, porque los derechos, la dignidad y la moral son inventos humanos. En cuanto al altruismo, quien elige a su perro en vez de a un bebé escoge en función de lo que le conviene, y no de la pérdida objetiva que se produce, mucho mayor en sus vecinos y padres de la criatura que en el perro. Para un ser humano en sus cabales, perder un hijo jamás será como perder una mascota (del francés mascotte, "amuleto"); basta preguntar a quien haya tenido que pasar por ambos trances.

Los perros sienten afecto por sus amos, pero no los aman, porque el amor es un acto que implica libertad

Se entiende que a un perro la dignidad le queda grande cuando se analizan estas cuatro experiencias: pensar, sentir, sufrir y amar. Claro que los perros —y más los delfines— piensan, sienten, sufren y aman. Pero lo hacen a un nivel tan dispar respecto a nosotros que necesitaríamos cuatro verbos distintos para reflejar lo que ocurre en el cerebro de un perro o un delfín cuando piensa, siente, sufre o ama. Como sabe cualquiera que conozca lo esencial sobre zoología, cognición y cerebro, "mi perro piensa" es una frase ridícula al lado de "Manolo piensa", incluso si resulta que Manolo es un memo. Y lo mismo cabe decir del sentimiento, que en nosotros tiene una complejidad y alcance muy diferentes a los de un perro, que se queda más bien en el ámbito más básico de las emociones. Los perros sienten afecto por sus amos (y además mucho; pueden llegar a ser admirables), pero no los aman, porque el amor es un acto que implica libertad y no se puede amar a quien es tu dueño. Es bien extraño que haya quienes defiendan la ausencia de cualquier dominación en la pareja y hasta el «amor libre» al tiempo que afirman que las mascotas «aman».

 

Perros y 'familismo amoral'

Casi todos los perros que pierden a sus crías, tras una tristeza transitoria, siguen sin más adelante; para muchas personas es una quiebra descomunal en sus vidas. Sentimos más, sentimos diferente. Y es que sufrir y amar son experiencias que cambian diametralmente cuando eres responsable y mortal, esto es, cuando decides y tienes conciencia de la muerte, y por lo tanto del futuro que pierdes cuando desapareces. Los animales no deciden, aplican programas instintivos, ni escogen fines para sus vidas. El ser humano sí los escoge, sí decide, y es por ello el único ser que se suicida. Los animales solo llegan a sacrificarse, que es muy distinto; no se preguntan si vivir trae a cuenta, y así pues no existen, sino que sencillamente viven. El perro que da la vida por su amo realiza un acto encomiable, pero incomparable con el de un ser humano que da la vida por otro. Y por eso los animales no son responsables ni culpables de nada, no se les pueden imputar delitos, y, en fin, son amorales.

Naturalmente, hay personas que merecen vivir menos que los animales. Pero ese debate es otro, diferente al que afecta al inocente bebé y nuestro perro. Tampoco es esa la cuestión que se le plantea a quien tiene un deber de socorro a un desconocido; ¿o acaso no habría que lanzarse a un río a salvar a quien se ahoga hasta tener su currículo y saber si se lo ha ganado? También importa saber, porque por ahí se perdieron muchos, que la decisión moral no es "racional" en vez de afectiva, sino justamente sentimental: en esencia, las personas con buen juicio moral han desarrollado determinados sentimientos morales, como la compasión o la vergüenza, y actúan en consecuencia. No es que quien elija salvar a su perro "se guíe por el corazón frente a la cabeza", sino que es alguien con el corazón ineducado en términos morales. Salvar al perro o al bebé se decide en segundos; precisamente por eso en situaciones críticas la moral es un resorte, y depende de haber desarrollado los automatismos adecuados. Tiene el corazón más grande, precisamente, quien con dolor renuncia a su perro y hace lo que debe.

Es muy difícil convivir con gente que no reconoce otra guía que la de sus propiedades y afectos

Hay una ley que penaliza la omisión de socorro; pero la cuestión legal difiere de la ética. Con todo, si hemos legislado aproximadamente el supuesto, tal vez se deba a que nos pareció buena idea poner a los seres humanos por delante de los perros porque contribuye a la convivencia, es decir, a la vida buena en la polis. Esa prelación humano-animal que inspira a la ley sería así pues ética respecto a la polis (un principio político). Lo cual hace un poco más confuso que haya quien considere a su perro, sin el "como" inicial metafórico, "un miembro de la familia". El politólogo Edward C. Banfield lo ha llamado "familismo amoral". ¿Familiares que se compran y se venden y se castran y se amarran con una correa? Eso parece: muchos justificaron elegir al perro en esos términos —"elijo al miembro de mi familia por delante de un extraño"—, sin saber, aparentemente, que al soslayar ese salto de dignidad que existe entre el humano y el animal se estarían comportando inmoralmente, vulnerando un principio de conciencia y otro de convivencia —uno ético y otro político—, principios que en casos así nos obligan por encima de nuestros afectos.

Esa forma de inmoralidad llamada emotivismo moral está más fuerte que nunca. Junto al relativismo, es una de las larvas que están royendo moralmente por dentro nuestras sociedades, comprometiendo la convivencia. Max Stirner, ideólogo del egoísmo, cierra la introducción a El único y su propiedad con esta sentencia: "No admito nada por encima de mí". Es muy difícil convivir con gente que no reconoce otra guía que la de sus propiedades y afectos. Tanto en Grecia como en Roma —y después en Virginia y París—, la democracia nació sobre bases enteramente distintas y específicamente morales: el reconocimiento de que hay principios universales que nos obligan por encima de nuestras inclinaciones e intereses personales. Si el criterio único de actuación fuese el afecto, ¿por qué iba nadie a hacer nada por un desconocido, asumiendo inconvenientes o riesgos, puesto que no hay afecto más fuerte que el que se siente por uno mismo?

Toda sociedad tiene el deber de educar a sus miembros, además de para realizar un oficio de provecho, para que puedan tomar buenas decisiones. Uno de los aspectos cruciales de nuestro ámbito de decisión es el ético, actuar con justicia. Algo tenemos que estar haciendo mal para que hoy haya tantos relativistas y emotivistas (in)morales. En este campo, dar por sabidas las cosas tiene el mismo efecto que en otros: retrocedemos. El conocimiento ético, como el de cualquier otra clase, avanza; y aunque muchos crean que es "sentido común", ya hemos dicho hasta qué punto este es un sentido grosero. Hasta hace un cuarto de hora, como quien dice, nos pareció "de sentido común" que la gente con la tez oscura pudiese ser esclavizada, que la religión se impusiese y que fuera inmoral que cada cual decidiese con quién podía acostarse. Y he oído que aún hoy hay muchos sitios donde la lapidación por adulterio o la ablación se consideran actos de justicia. A la vista está que para desarrollar un robusto juicio moral hay que estudiar, pensar y debatir en un marco juicioso previo al guirigay de las redes. O devolvemos la ética a las aulas o la proliferación de emotivistas y relativistas arruinará nuestra convivencia.

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