Dos orejas y rabo, Puerta del Príncipe: Morante se encarama en lo más alto de la Historia con una tarde de leyenda en Sevilla
@zabaladelaserna
Sevilla
Actualizado Miércoles, 26 abril 2023 - 21:52
El diestro ha cortado un rabo 52 años después en
Sevilla
Julio MunozEFE
Caía el sol por la espalda del Guadalquivir, pasaban las 21.00 y Morante de la Puebla se encaramaba en
los más alto de la Historia. Una procesión mecía por la Puerta del Príncipe la figura mágica que se cimbreaba
sobre una marea de gritos: "¡to-re-ro, to-re-ro, to-re-ro!". Allí se
lo llevaban, después de cortar un rabo, como si le fueran a tirar al río.
Cuando en verdad le querían levantar estatuas por el paseo Colón, camino del hotel donde descansaría el torero que
acababa de saldar con Sevilla las deudas de
toda una vida.
Ha venido abril pidiendo guayaberas como Morante poetas y una plaza que le quiera. Una lengua de fuego subía por toda
la cuenca del Guadalquivir y desembocaba en Sevilla, haciendo de la Maestranza un anillo en
llamas. Mordió el sol de nuevo sus tendidos y, por segundo día consecutivo, la
entrada no alcanzó el lleno con carteles de "no hay billetes". No
falló en ninguna de las seis citas del torero de La Puebla en 2022, cuando la primavera lo era de verdad y no quemaba este
ferragosto la ciudad.
A las 18.41 el aire condensado se paró como el tiempo
y el toro en el capote de MdlP, que levantó un
mausoleo de verónicas, una cadena de lances marmóreos, a cada cual más lento y
eterno. Desde las mismas tablas brotó el manantial de empaque y compás, y fluyó
como un río de agua clara. A mitad de camino pareció detenerse, aún más, el
toreo. La fotografía de una verónica por el pitón
derecho encontró su negativo por el izquierdo, y las dos adquirieron el
pasaporte de la eternidad. Morante le dio al play
y siguió el portentoso viaje, tan ceñido, más allá de las rayas,
donde el fulgor de una media reunió en su cadera todas las gargantas de arena.
El toro de Domingo Hernández, propiedad como
toda la corrida de Concha Hernández, a diferencia del
día anterior, había humillado con ese son que anuncia un fondo derretido, un
fuelle en vías de extinción. Duró apenas algo más. Ya en el quite inconcluso
del genio -un par de desarmes- venía entregando el alma. Del principio de faena
cayó la pintura un pase de la firma, y luego una serie de derechazos hermosos quedándose el toro, y después todo se difuminó.
Entre las 19.04 y las 19.19 no pasó nada con un manso
desencelado y en fuga de la fijeza con el que Diego Urdiales gastó mucho tiempo para robar un ronda estimable. Cazó una estocada
en huida tras un pinchazo.
Y entonces, a las 19.23, apareció Juan Ortega en el ruedo vestido de Manolete y oro como una
escultura de la verónica. Un bronce que desplegó el capote, su vuelo etéreo, y
lo posó en el albero. De la gavilla de lances, casi en el mismo sitio, uno, esa
escultura, trajo una luz vieja, las manos bajas, más abierto el embroque, un
eco de los años 30. De pronto la nómina de Cagancho, Curro Puya, La Serna, vagó en aquellos lances de pereza. Sonó
la música como campanas de gloria para abrir un capítulo para los anales del
toreo de capa. Ortega volando delantales, a cámara lenta, meciéndose hacia el
caballo. El toro de DH derramaba almíbar. Morante quiso catarlo y se apretó por chicuelinas que desembocaron en una maravilla
de media que salvó el quite. JO volvió a la carga, apurando al toro, y esbozó
verónicas ingrávidas antes de una media enfrontilada y belmontina. No se daba
cuenta de que estaba despertando a la bestia mientras se dormía el toro. Que se
fue apagando en su temple en una faena -brindada a Curro- de apuntes lindos mal
rematada con la espada.
A las 19.45 saltó Morante de la Puebla enfebrecido, convulso, agitando faroles y
largas. Ligerito sólo fue el nombre del toro en la catarata de verónicas que se
precipitó coagulada de lentitudes. Morante le volcaba el pecho, barroco, hundiendo el mentón, hundiéndose todo él. Como un Dios que
emergiera de la tierra. Cada verónica era un rugido en su faja, por donde latía
el lomo del toro, su corazón excelso. Ahora sí sonó la música, pendejos,
para MdlP. Que explotó con un tsunami de
tafalleras como molde de tijerilla, vaciando al toro por la hombrera, a
velocidad de pasmo, yéndose como una ola hasta la larga cordobesa. Un estruendo
loco trepó hasta por los tendidos que ardían. Y no era sol. Se le ocurrió a
Urdiales intervenir a la verónica. Y para qué más. El genio ascendió de nuevo
desde la lámpara y por la barriga donde hervían los gatos se apretó un mezcal
de gaoneras con la suerte cargada, entre el azul turquesa del vestido, los
azabaches y el verde de los vuelos. Qué escandalera.
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