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martes, 13 de marzo de 2018
El cerdito
El cerdito.
Juan Carlos Onetti.
La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno.
Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto.
Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panques que envolvían dulce de membrillo.
Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada, la anciana demoró en oírlos pero los golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, por que había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepados los escalones.
Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; para aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando el nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo con el movimientos de las manos.
Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina.
Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:
-Dale otro golpe. Por si las dudas.
Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó separado, al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo.
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Es un cuento muy interesante. Onetti plantea unos niños inocentes, sucios y abandonados, que tras un coro de risas matan a quien les da de merendar. Ella busca a quien se parece más al nieto, perdido, se imagina, y acaba por ser atacada por los tres, o cuatro.
ResponderEliminarEs un cuento que también se centra en la hucha, manchada, de uno de ellos. Muy interesante repescar este cuento. Un abrazo
Sí, sobre todo inocentes. Este es nuestro problema, Albada Dos, el problema de la buena gente de la que la maldad se aprovecha.
EliminarUn abrazo.
Tristemente real, la anciana que da sin esperar nada a cambio, sólo la compañía uyel coro de risas, y los niños que no sólo no saben agradecer, si no que abusan de su confianza.
ResponderEliminarSí abusan de su confianza, sí, incluso van un pelín más allá diría yo...
EliminarNo conocía esta narración.
ResponderEliminar¿Era Onetti el que escribía siempre en la cama?
Salut
"Esa cabeza de caballo triste"-en frase de Vargas Llosa- apoyada en la almohada de su cama, en la penumbra del cuarto que tenía en la casa donde vivió en el exilio de Madrid, albergaba la mejor literatura de la segunda mitad del siglo XX. No quería saber nada ni de su fama ni de la calle, y se pasó acostado una década, acaso por nostalgia de la infancia. Decía a sus amigos que no se levantaba "para que Biche -así llamó a su perra- no me muerda las canillas", pero les dijo también que seguía en la cama, porque así no perdía el contacto con la cuna que le albergó en ese paraíso irrecuperable.
EliminarSalut.
Bonito y reflexivo cuento.
ResponderEliminarNo lo conocía.
Un abrazo.
Para Caballero Bonald, ese universo "existencialista" que edifica Onetti condensa la vida.
EliminarUn abrazo.
Precioso cuento con un final desolador donde la pobre anciana veía en cada uno de los tres niños a su nieto , ella era feliz dando algo que llevarse a la boca a esos tres pequeños llenos de miseria y pobreza ..El final es horrible pero habría que preguntarse el por qué matar a la vieja anciana si ella lo daba todo ..
ResponderEliminarUn abrazo en este martes y 13 raro.
Campirela, porque eso tiene que ser la literatura. Onetti era un genio. Igual que un relato o un poema. Un mazazo que nos saque de la zona de confort.
EliminarUn abrazo.
Me gusta la escritura de Onetti, aunque refleje la bondad y la maldad en estado puro, en ese sentido me recuerda a Steinbeck, al que también admiro como escritor.
ResponderEliminarUn beso
Creo que es el fundamento de la literatura.
EliminarUn beso.
Ya lo dijo en gran criminólogo Vicente Garrido: viene una gran oleada de psicópatas jóvenes.
ResponderEliminarTremendo el cuento, por lo real.
Besos, Pitt.
Qué horror...
ResponderEliminarHacer el bien y no conseguir ni una migaja de cariño.
Matar a quien te ayuda... Eso es de lo más triste. Es una carencia de sentimientos o sensibilidad total. Quizá lo que han vivido le ha hecho de esa manera, porque no son capaces de creer en alguien, ni de querer a alguien...
Es demasiado triste y bien pudiera ser muy real.
Muchos besos, Pitt.